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Curado

Edited by Valerie Hegstrom and Marissa Luquette

Transcribed by Marissa Luquette

Diplomatic Transcription

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CURADO 

 

Al salir el médico rural, bien arropado en su capo-

te porque diluviaba; al afianzarle el estribo para 

que montase en su jaco, la mujerona lloraba como una Magdalena. ¡Ay de

Dios, que tenían en la casa la muerte! ¡De qué valía tanta medicina, cua-

tro pesos gastados en cosas de la botica! ¡Y á más el otro peso en una misa al glorioso San Mamed, á

ver si hacía un milagriño!

El enfermo, cada día á peor, á peor… Se abría á vómitos. No guardaba en el cuerpo migaja que le 

diesen; era una compasión haber cocido para eso la sustancia, haber retorcido el pescuezo á la gallina 

negra, tan hermosa, ¡con una enjundia! y haber comprado en Areal una libra entera de chocolate, ocho 

reales que embolsó el ladrón del Bonito, el del almacén… Ende sanando, bien empleado todo…¡vender

la camisa…! pero si fallecía, si ya no tenía ánimo ni de abrir los ojos…¡Y era el hijo mayor, el que tra-

bajaba el lugar! ¡Los otros, unos rapaces que cabían bajo una cesta! ¡El padre, en América, sin escribir

nunca! ¡Qué iba á ser de todos! ¡A los caminos, á pedir limosna! 

Secándose las lágrimas con el dorso de la negra y callosa mano, la mujerona entró, cerró la cancilla, 

no sin arrojar una mirada de odio al médico, que indiferente se alejaba al trotecillo animado de su ye-

gua. Estaban arrendados con él, según la costumbre aldeana, por un ferrado de trigo anual; no costaban

nada sus visitas… pero ¡cata! ellos se hermanan con el boticario, recetan y recetan, cobran la mitad

si cuadra… ¡todo robar, todo quitarle su pobreza al pobre! Y allí, sobre la artesa mugrienta, otro papel 

otra recetiña, que sabe Dios lo que valdría, además del viaje á Areal, rompiendo zapatos y mojándose 

hasta los huesos. 

Lejos, en el fondo de la cocina, apenas alumbrada por una candileja de petróleo, se oía el fatigoso

anhelar del enfermo y el hálito igual, dulce, de los tres niños echados en un mismo jergón de hojas de

maíz. El fuego del lar aún ardía semiextinguido. Una sabandija corrió un instante por la pared y se 

ocultó en un resquicio, dejando la medrosa impresión de su culebreo fantástico, agigantado por la 

proyección de sombra. La vaca, en el establo, mugió insistente, llamando á su ternerillo; fuera aulló 

el perro. La mujerona, con movimiento de cólera, agarró la receta, la echó á las brasas, donde se con-

sumió trabajosamente el recio papel… 

Quejóse el enfermo, con aquel quejido suyo, desgarrador de rabia y náusea, y la madre acercándose

al cajón de tablas pegado al muro, el lecho aldeano, se inclinó sobre el mozo y susurró á su oído: 

-Calla, mi yalma, que en amaneciendo voy por el mediquín, y te lo traigo, y te cura. ¡Como hay Dios 

que voy por él! ¡Ya no me pasa el médico esa puerta!

Era el supremo recurso, la postrer ilusión de todo labriego en aquella parroquia de Noan,-el curande

ro, el médico libre, sin título, que ejercía secretamente, acertando más ¡buena comparanza! que los otros 

pillos.-El mediquín no recetaba. Llevaba consigo, en el profundo bolso, tres ó cuatro frasquetes y pa-

pelitos doblados, unas gotas y unos polvos, y en el acto administraba lo preciso; no había que trotar hasta 

Areal, esperar los siete esperares en la botica, largar pesos al boticario, que el diaño cargue con él. Una 

peseta ó dos al mismo mediquín, y campantes, y e mozo, antes de una semana, sachando en la heredad 

 

2

Aún no blanqueaba el alba, anunciándola tan sólo vago reflejo cárdeno hacia el bosque,-cuando 

salió la mujerona, rebujada la cabeza en su mantelo de burel, haciendo saltar barro líquido ¡flac! ¡flac! 

de los charcos, al hincar en ellos las enormes zuecas. Cuando volvió, acompañada del curandero, que 

renegaba del tiempo-¡vaya una invernía, vaya un perro llover!-á la puerta de la choza la esperaba 

el mayor de los pequeños, Juaniño, asustado, descalzo, manoteando. 

-¡Señora madre…, que Augenio está al cabo! ¡Que ya no atiende cuando le gritan! 

La mujerona y el curandero se precipitaron; el interior de la choza parecía tenebroso á quien venía

del exterior, de la claridad 

que ya empezaba á derra-

mar un mustio amanecer de 

Noviembre,-y el mediquín

encendió cerillas, y á la in-

termitente luz examinó al 

moribundo. Un gemido ho-

rrible, lento, rumiado, por 

decirlo así, salió de la féti-

da cama. 

-¡Ay Virgen de la Guía!

¡Ay San Mamaed!-clamó la 

madre.-¡Es el estortor! ¡Es-

tá gunizando!

-No, mujer, no; calle, no

se desdiche, que va á des-

cansar. 

La voz del curandero fué

como un conjuro. El gemi

do se atenuó. Por la única

ventana de la choza entró 

un rayo dorado del sol na

ciente. Los tres chicuelos 

asombrados y respetuosos, 

permanecían de pie, mal 

despiertos, enredados los 

rubios rizos, sofocados aún

los carrillos, metido el índi

ce en la boca. Esperaban el 

milagro que iba á realizar-

se, y sus almitas cándidas y 

nuevas se entreabrían para 

acoger el rocío de lo mara-

villoso. ¡Aquel señor regor-

decho, de gabán de paño

azul y gorra de cuadros ver-

des, podía curar á Eugenio!

¿Cómo, de qué manera? Por 

una virtud…. Eso, por una vir-

tud… . El caso es que iba á 

curarle, Eugenio no gemi-

ría más; no tendría aquellas 

ansias tan grandisimas; ce-

rraria los ojos y dormiria 

como un santo bendito. 

El curandero, entretanto, 

sacaba del bolso uno de sus

frasquetes no rotulados, lo miraba un instante al trasluz,

enderezaba el cuentagotas, pedía agua, que le traían en un 

cuenco de barro, dosificaba, y cuenco en mano, volvía á 

llegarse al lecho… . Con un brazo pasado alrededor del cuello 

del moribundo, le hacía beber, beber… ¡Asombroso caso! El 

mozo bebía y guardaba lo bebido… Cruzó las manos la ma-

dre, deshaciéndose en bendiciones. El curandero dejó sua-

vemente sobre la almohada de follato la cabeza de revueltas greñas, de cara demacrada, color de

arcilla. Una imperceptible sonrisa, una ráfaga de paz, de bienestar, sosegaron un momento la doloro-

sa faz…

-¿Te va bien, yalma? preguntó embelesada la mujerona. 

-Sí señora… muy bien… respondió el enfermo dulcemente. 

Del pico de un pañuelo salieron tres pesetas, que el curandero, al retirarse, guardó en el ancho bol-

són de su abrigo; el precio de la visita y de la pocima. Los pequeñuelos permanecían absortos. ¡Euge-

nio no se quejaba ya! ¡Le veían así… dormido, tan sereno… respirando maino, á modo del aire entre el 

trigal! ¡Como un santo, un santo bendito! 

Ni se enteraron de que hacia mediodía aquel ligero susurro cesó… La madre, al acercarse para admi-

nistrarle otra dosis de la medicina milagrosa, tocó algo ya frío, rigido: un cuerpo inerte. Alzó estriden-

te alarido. Se mesó las canas á puñados; se clavó las uñas en el pergamino del rostro… y el Juaniño, 

consolándola, cogiéndose á su zagalejo remendado, repetía: 

-No se apure, señora… Voy por el curandero… Calle, que lo traigo ahora mismo… 

 

Emilia Pardo Bazan 

 

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Posted

9 September 2022

Last Updated

28 January 2024